La profesora de francés Christina Lihme y sus alumnos de 2º de bachiller, han traducido los tres primeros capítulos de la obra Para que no te pierdas en el barrio del premio nobel de literatura 2014 Patrick Modiano.
A continuación publicamos dicha traducción de la obra aún no editada en español así como una reseña sobre el autor extraída del periódico El País.
Para que no te pierdas en el barrio
Patrick Modiano
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Traducción:
SergioBoleaPayo
BelkacemBouzidi Sainz
Laura García Durán
Alba García Ortiz
Ana García Otí
Christina Lihme Mortensen
María Linares Salmón
Gonzalo Mantecón Fernández
Laura Márquez Calvo
Laura Moya Bustamante
Marta Ortiz Ganza
Melanie Peñalver Alles
Kimberly
Reyes Herrera
Casi nada. Igual que la picadura de
un insecto, en un principio, no le parece doloroso. Por lo menos es lo que uno
piensa para sí para consolarse. El teléfono había sonado a eso de las cuatro de
la tarde en casa de Jean Daragane, en la habitación que él llamaba “despacho”.
Se había adormilado en el sofá del fondo, a la sombra. Y el timbre que ya no
solía escuchar no se interrumpía. ¿Por qué esta insistencia? Seguro que al otro
lado del aparato habían olvidado colgar. Por fin se levantó y se dirigió hacia
la parte de la habitación cerca de las ventanas, allí donde el sol pegaba
demasiado fuerte.
“Podría hablar con el señor Jean
Daragane.”
Una voz blanda y peligrosa. Fue la
primera impresión que tuvo.
“¿Señor Daragane? ¿Me oye usted?”
Daragane quiso colgar. ¿Pero para
qué? El timbre volvería a sonar, sin que se parara nunca. Y, a condición de
cortar el cable del teléfono…
“Soy yo.
-
Es
en relación a su libreta de direcciones, señor.”
La había perdido el
mes pasado en un tren que le llevaba a la Costa Azul. Sí, sólo había podido ser
en aquel tren. La libreta se habría deslizado del bolsillo de la chaqueta en el
momento en el que sacaba su billete para presentarlo al interventor.
“He encontrado una libreta de
direcciones con sus señas.”
En la portada gris
estaba escrito: EN CASO DE EXTRAVÍO DIRIGIRSE A. Y Daragane, un día, sin
pensar, había escrito su nombre, su dirección y su número de teléfono.
“Se lo llevo a casa. Cuando usted quiera.”
Si, de verdad, una
voz blanda y peligrosa. Hasta, pensó Daragane, un tono de chantajista.
“Preferiría que nos viéramos fuera.”
Había tenido que
vencer su malestar con gran esfuerzo. Pero su voz, que hubiera deseado
indiferente, le salió velada de repente.
“Como usted desea.”
Hubo un silencio.
“¡Qué pena! Es que estoy cerca de su
casa. Y me hubiera gustado entregárselo en manos propias.”
Daragane se preguntó
si el hombre no estaba delante del edificio y si se iba a quedar allí,
vigilando su salida. Tenía que deshacerse de él lo antes posible.
“Quedemos mañana por la tarde, dijo
finalmente.
-
Si
usted quiere. Pero entonces cerca de mi trabajo. Cerca de la estación
Saint-Lazare.”
Estaba a punto de
colgar, pero mantuvo sangre fría.
“¿Conoce
usted la calle Arcade? preguntó el otro. Podríamos vernos en un bar. En el 42.”
Daragane anotó la
dirección. Cogió aire y dijo:
“Muy
bien. Calle Arcade, número 42, mañana, a las cinco de la tarde.”
Y colgó
sin siquiera esperar contestación del otro. Se arrepintió enseguida haberse
portado de forma tan brutal, pero lo achacó al calor que pesaba sobre París
desde hacía días, un calor inhabitual para un mes de septiembre. Le hacía
sentir más sólo todavía. Le obligaba a encerrarse en esa habitación hasta que
desapareciese el sol. Además el teléfono no había sonado desde hacía meses. Y
el móvil, encima de su mesa, no recordaba cuándo lo había usado por última vez.
Casi no sabía usarlo y se equivocaba a menudo con las teclas.
Si el
desconocido no hubiera llamado, hubiera olvidado para siempre la pérdida de esa
libreta. Intentó recordar los nombres que había anotado en ella. La semana
anterior, hasta quería volver a elaborarla y, en una hoja en blanco, había
empezado a hacer una lista. Al cabo de un momento, había roto la hoja. Ningún
nombre pertenecía a personas que habían contado en su vida y de las cuales
nunca necesitó anotar ni dirección ni teléfonos. Los conocía de memoria. En esa
libreta, nada más que relaciones de las cuales se dice que son “profesionales”,
algunas direcciones supuestamente útiles, no más que unos treinta nombres. Y
entre ellos muchos que hubiera hecho falta borrar, porque ya no estaban de
actualidad. Lo único que le había molestado cuando la perdió era que había
consignado en ella su propio nombre y dirección. Hubiera, claro está, podido no
acudir a la cita y dejar al individuo esperar en la calle Arcade, en el 42.
Pero, entonces, siempre quedaría algo en el aire, como una amenaza. Muy a menudo había soñado, en esas tardes de
soledad, con que el teléfono sonaba y que una dulce voz le daba una cita. Se
acordaba del título de una novela: El
tiempo de los encuentros. Podía ser que ese tiempo no se hubiera acabado
todavía para él. Pero la voz de antes no le inspiraba confianza. Al mismo
tiempo blanda y peligrosa, la voz. Sí.
Pidió
al taxista que le dejara en el barrio de la Madeleine. Hacía hoy menos calor que
otros días y se podía caminar por el lado de la sombra. Recorría la calle
Arcade, desierta y silenciosa bajo el sol.
Hacía
una eternidad que no se encontraba en esos parajes. Recordó que su madre
actuaba en un teatro cerca y que su padre ocupaba un despacho al final de la
calle, a la izquierda, en el bulevar Hausmann, en el 73. Pero ese pasado se
había vuelto traslucido con el tiempo… un vaho que se disipaba bajo el sol.
El bar
daba a una esquina de la calle y del bulevar Hausmann. Un espacio vacío con una
barra larga, parecía un self-service. Daragane se sentó en una mesa del fondo.
¿El desconocido acudiría a la cita? Las dos puertas estaban abiertas, una daba
a la calle, la otra al bulevar, por el calor. En la otra acera, el gran
edificio del 73… Se preguntó si una ventana del despacho de su padre no daba de
ese lado. ¿En qué piso? Pero esos recuerdos se le escapaban poco a poco, como
burbujas de jabón o vestigios de un sueño que desaparecen al despertar. Su
memoria habría sido más vivaz en el bar de Mathurins, delante del teatro, allí
donde esperaba a su madre, o cerca de la estación Saint-Lazare, una zona que
antaño había recorrido a menudo. Pero no. Seguro que no. Ya no era la misma
ciudad.
-
“¿Señor
Jean Daragane?”
Había
reconocido la voz. Un hombre de unos cuarenta años estaba delante de él,
acompañado por una chica más joven que él.
-
“Gilles
Ottolini.”
Era la misma voz,
blanda y peligrosa. Señalaba a la chica:
-
“Una
amiga…Chantal Grippay.”
Daragane no se movía
de la silla, inmóvil, sin siquiera tender la mano. Los dos se sentaron, frente
a él.
-
“Lo
sentimos… llegamos con un poco de retraso…”
Lo dijo con tono
irónico, con toda seguridad para fingir serenidad. Sí, era la misma voz con un
ligero, casi imperceptible, acento del sur que Daragane no había notado la
víspera al teléfono.
Una piel color
marfil, ojos negros, nariz aquilina. El rostro era delgado, tan afilado de
frente como de perfil.
-
“He
allí su pertenencia”, dijo a Daragane, con el mismo tono irónico de antes que
parecía disimular un cierto malestar.
Y sacó del bolsillo
de su chaqueta la libreta de direcciones. La posó encima de la mesa y la cubrió
con la palma de la mano, con los dedos abiertos. Parecía que quería impedir que
la cogiera Daragane.
La chica estaba un
poco retraída, como si quisiera pasar desapercibida, una morena de unos treinta
años, con el pelo a media altura. Llevaba una camisa y un pantalón negro. Le
echó una mirada preocupada. Por sus pómulos y por sus ojos achinados, se
preguntó Daragane si no era vietnamita- o china.
“¿Y dónde encontró esa libreta?
-
En
el suelo, debajo de una banqueta de la cafetería de la estación de Lyon.”
Le tendió la libreta
de direcciones. Daragane la metió en el bolsillo. Recordó que, en efecto, el
día en el que salía para la Costa Azul había llegado con adelanto a la estación
de Lyon y que se había sentado en la cafetería.
“¿Quiere tomar algo?” preguntó el
denominado Gilles Ottolini.
Daragane tenía ganas
de marcharse. Pero se quedó.
“Un Schwepps.
-
A
ver si encuentras a un camarero para pedir. Para mí un café”, dijo Ottolino,
girándose hacia la chica.
Ella se levantó
enseguida. Parecía que estaba acostumbrada a obedecerle.
“Le habrá perjudicado perder esa
libreta… “
Sonrió con una
sonrisa rara que le pareció a Daragane insolente. Pero igual era por su parte
torpeza o timidez.
“Sabe usted, dijo Daragane, ya casi
no llamo por teléfono.”
El otro le echó una
mirada extrañada. La chica volvía hacia ellos y se sentó otra vez.
“Ya no sirven. Van a cerrar.”
Era la primera vez
que Daragane oía la voz de esa chica, una voz ronca y que no tenía el ligero
acento del sur de su vecino de mesa. Más bien tenía el acento parisino, si es
que eso todavía significa algo.
“¿Trabaja usted por aquí? preguntó
Daragane.
-
En
una agencia de publicidad, calle Pasquier. En Sweerts.
-
¿Y
usted también?”
Se había girado hacia
la chica.
“No”, dijo Ottolini antes de que
contestara ella. “Ahora mismo no trabaja.” Y de nuevo, esa sonrisa crispada. En
la cara de la chica se desdibujaba también una sonrisa.
A Daragane le
entraban ganas de marcharse. Si no lo hacía ya, ¿lograría deshacerse de ellos?
“Le voy a ser
sincero…” Se acarcaba a Daragane y su tono de voz se volvía más agudo.
Daragane
experimentaba la misma sensación que la víspera, al teléfono. Sí, ese hombre
tenía la misma pesadez que un insecto.
“Me tomé la libertad de ojear su
libreta…simple curiosidad…”
La chica había girado
la cabeza, haciéndose la sorda.
“¿Le molesta?”
Daragane le miró
fijamente a los ojos. El otro no desviaba la mirada.
“¿Por qué me iba a molestar?”
Un silencio. El otro
acabó bajando la mirada. Y, con el mismo tono de voz metálico:
“Hay alguien cuyo nombre encontré en
su libreta. Me gustaría que me proporcionara información sobre el…”
El tono se había vuelto más humilde.
“Perdone la indiscreción mía…
-
¿De
quién se trata?” preguntó Daragane a regañadientes.
Sentía bruscamente la
necesidad de levantarse y de andar a paso rápido hacia la puerta abierta que
daba al bulevar Hausmann. Y de tomar aire.
“De un tal Guy Torstel.”
Había pronunciado el
nombre y el apellido articulando bien las sílabas, como para despertar la
memoria adormecida de su interlocutor.
¿Quién?
-
Guy
Torstel.”
Daragane sacó de su
bolsillo la libreta y la abrió por la letra T. Leyó el nombre, arriba de la
hoja, pero ese Guy Torstel no le evocaba nada.
“No sé de quién se trata.
-
¿De
verdad?”
El otro parecía
decepcionado.
“Hay un número de teléfono con siete
cifras, dijo Daragane. Eso remonta a unos treinta años…
Giró las páginas.
Todos los demás teléfonos eran actuales. Con diez cifras. Y esa libreta, hacía
sólo cinco años que la usaba.
“¿No le suena ese nombre?
-
No.”
Hubiera, tan solo
unos años antes, hecho muestra de esa amabilidad que todo el mundo le
reconocía. Hubiera dicho: “Déjeme un momento para esclarecer el misterio…” Pero
las palabras no asomaban.
“Es por un suceso sobre el cual
reuní bastante información, retomó el otro. Ese nombre aparece. Eso por eso…”
Parecía de repente en
la defensiva.
“¿Qué tipo de suceso?”
Daragane había
preguntado casi sin pensar, como si recobraba sus ademanes de cortesía.
“Un suceso muy antiguo… Quisiera
escribir algo sobre ello… Hace tiempo era periodista, sabe usted…”
Pero la atención de
Daragane se relajaba. Tenía que marcharse por las buenas lo antes posible, de
no ser así ese hombre le iba a contar su vida.
“Lo siento, le dijo. He olvidado a
ese Torstel… A mi edad tenemos problemas de memoria… les tengo que dejar…”
Se levantó y tendió
la mano a los dos. Ottolini le echó una mirada dura, como si Daragane le
hubiera insultado y estuviera a punto de contestar de una forma violenta. En
cuanto a la chica, había bajado los ojos.
Se puso a andar hacia
la puerta gran abierta que daba al bulevar Hausmann deseando que el otro no le
fuera a impedir salir. Una vez en la calle, se puso a respirar hondo. Qué idea
tan rara, esa cita con un desconocido, él que no había visto a nadie desde
hacía tres meses y que no lo llevaba tan mal…Más bien todo lo contrario. Dentro
de aquella soledad, se había sentido ligero como nunca, con extraños momentos
de exaltación por la mañana o por la noche, como si todo era todavía posible y
que, según el título de la vieja película, la aventura estaba allí, a la vuelta
de la esquina… Nunca, hasta en los veranos de su juventud, la vida le había
parecido tan desprovista de pesadez que este mismo verano. Pero en el verano,
todo está en suspenso – una estación “metafísica”, le decía antaño su profesor
de filosofía, Maurice Caveing. Era raro, se acordaba del nombre “Caveing” y no
de quién era ese Torstel.
Todavía hacía sol pero una ligera
brisa atenuaba el calor. A esa hora el bulevar Hausmann estaba desierto.
En el transcurso de esos últimos
cincuenta años, había pasado a menudo por allí, y hasta en su infancia, cuando
su madre le llevaba, un poco más arriba, a los almacenes Printemps. Pero esta
noche, esa ciudad le parecía extraña. Había soltado todas las amarras que
todavía le podían atar a ella, o era ella quien le había rechazado.
Se sentó en un banco y sacó la
libreta de direcciones de su bolsillo. Se disponía a romperla y a desparramar
los trozos en la basura de plástico verde al lado del banco. Pero vaciló. No,
lo haría luego, en casa, con tranquilidad. Ojeó de forma distraída la libreta.
De todos los números allí anotados, no había ni uno que tenía ganas de
componer. Y, los dos o tres que faltaban, los que habían contado para él y que
todavía se sabía de memoria, ya no iban a contestar.
El teléfono sonó por la tarde, a la misma
hora que el día anterior, y pensó que era, de nuevo, Gilles Ottolini. Pero no,
era una voz femenina.
“Chantal Grippay, ¿se acuerda usted? Nos
vimos ayer con Gilles… No lo quiero molestar…”
La voz era débil, entrecortada por las
interferencias.
Un silencio.
“Me gustaría mucho verlo, señor Daragane.
Para hablarle de Gilles…”
Ahora la voz era más cercana. Aparentemente,
esa Chantal Grippay había vencido su timidez.
“Ayer por la noche cuando usted se fue,
Gilles tuvo miedo de que usted se hubiera enfadado con él. Está pasando dos
días en Lyon por cuestiones de trabajo… ¿le gustaría que nos viéramos los dos
solos esta tarde? “
El tono de Chantal Grippay ahora transmitía
más seguridad como después de haberse
lanzado a la piscina.
“¿Le va bien a eso de las cinco? Vivo en la
calle Charonne, 118”
Daragane anotó la dirección en la misma
página en la que aparecía escrito el nombre: Guy Torstel.
“En el cuarto piso al fondo del pasillo. Está
escrito abajo en el buzón. Está a nombre de Joséphine Grippay pero he cambiado
de nombre…
-
Calle
Charonne 118. A las seis de la tarde… cuarto piso, repitió Daragane.
-
Si,
así es. Hablaremos de Gilles…”
Después de colgar el teléfono, la frase que
acababa de decir, “hablaremos de Gilles”
sonó en la cabeza de Daragane como la cadencia de un alejandrino. Sería
conveniente preguntar por qué había cambiado de nombre.
Un edificio de ladrillo, más alto que los
demás y ligeramente metido. Daragane prefirió subir los cuatro pisos andando en
vez de coger el ascensor. Al fondo del pasillo, en la puerta, una tarjeta de
visita a nombre de “Joséphine Grippay”. El nombre “Joséphine” estaba tachado y
cambiado con tinta violeta por el de “Chantal”. Estaba a punto de llamar cuando
se abrió la puerta. Estaba vestida de negro, como el otro día en la cafetería.
“El timbre ya no funciona, pero escuché sus
pasos”.
Ella sonreía y permanecía allí, en el umbral
de la puerta. Se podía pensar que dudaba en dejarle pasar.
“Si quiere, podemos salir a tomar algo”, dijo
Daragane.
“No, mejor pase.”
Una habitación mediana y, a la derecha, una
puerta abierta. Parecía que daba a un cuarto de baño. Una bombilla colgaba del
techo.
“No hay mucho espacio aquí, pero estaremos
mejor para hablar.”
Se dirigió hacia la pequeña mesa de madera
clara situada entre las dos ventanas, cogió la silla y la posó cerca de la
cama.
“Siéntese”.
Ella se sentó en el borde de la cama, o mejor
dicho del colchón porque la cama no tenía somier.
“Es mi habitación… Gilles encontró algo más
grande cerca de la plaza Graisivaudan.”
Levantaba la cabeza para hablarle. Él hubiera
preferido sentarse en el suelo o a su lado, en el borde de la cama.
“Gilles cuenta con usted para ayudarle a
redactar el artículo… ¿Sabe? Ha escrito un libro pero no se atrevió a
decírselo…”
Ella se dejó caer hacia atrás, tendió el
brazo y cogió un libro con tapa verde de la mesita de noche.
“Aquí tiene… No le diga a Gilles que se lo he
prestado…”
Un libro fino titulado Le Flâneur hippique en cuya contraportada se indicaba que había
sido publicado tres años antes por la editorial Sablier. Daragane lo abrió y
echó una ojeada al índice. El libro se componía de dos grandes capítulos:
“Champs de courses” y “Écoles de jockeys” .
Le miraba fijamente con ojos ligeramente achinados .
“Es mejor que él no sepa que nosotros dos nos
hemos visto”
Ella se levantó, cerró una de las ventanas
que estaba entreabierta y se sentó de nuevo en el borde de la cama. Daragane
tuvo la impresión de que había cerrado esa ventana para que no se les oyera.
“Antes de trabajar en Sweerts, Gilles
escribía artículos sobre las carreras y los caballos en revistas y periódicos
especializados.”
Dudaba como alguien que está a punto de
revelar un secreto.
“De muy joven fue a la escuela de jockeys en
Maisons-Laffitte. Pero era muy duro… tuvo que dejarlo… Ya lo verá si lee el
libro…”
Daragane la escuchaba atentamente. Era
extraño entrar tan rápido en la vida de la gente… Pensaba que ya no le iba a
ocurrir más a su edad por cansancio y por la sensación de que los demás se
alejaban poco a poco de uno.
“Me llevó a las carreras… me enseñó a jugar…
es una droga, sabe usted…”
De repente, parecía triste. Daragane se preguntó
si ella no buscaba a su lado un apoyo cualquiera, bien material bien moral. Y
la seriedad de las últimas palabras que le surgieron le dio ganas de reir.
“¿Sigue apostando en las carreras?
- Cada vez menos desde que trabaja en
Sweerts”
Ella hablaba más bajo. Quizá temía que Gilles
Ottolini entrara en la habitación de improvisto y les sorprendiera a los dos.
“Le enseñaré los apuntes que había tomado
para su artículo… Igual usted ha conocido a toda esa gente…
-¿Qué gente?
-Por ejemplo la persona de la que él le
habló… Guy Torstel…”
De nuevo ella se dejó caer hacia atrás y
cogió al pie de la mesita una carpeta azul celeste que contenía páginas
dactilográficas y un libro que le dio: Le
Noir de l’été.
“Prefiero que le guarde, dijo con un tono
seco.
-Marcó la página donde nombra a ese Guy
Torstel…
-Le pediré que la fotocopie. Eso me ahorrará
releer el libro..:”
Parecía asombrada de que no quisiera releer
su libro.
“Luego iremos a fotocopiar también los
apuntes que tomó para que se los lleve”
Y le enseñaba las páginas dactilográficas.
“Pero que quede entre nosotros…”
Daragane se sentía incómodo en su silla y,
para hacer algo, ojeaba el libro de Gilles Ottolini. En el capítulo “Champs de
courses”, se topó con una palabra impresa escrita en mayúsculas: LE TREMBLAY. Y
esa palabra le causó un click, sin que supiera muy bien por qué, como si le
viniera poco a poco a la memoria un detalle que había olvidado.
“Ya verá… Es un libro interesante…”
Levantaba la cabeza hacia él y sonreía.
“¿Usted vive aquí desde hace tiempo?
- Dos años.”
Las paredes de color beige que seguramente no
habían sido pintadas desde hace años, el pequeño despacho, y las dos ventanas
que daban a un patio… Había vivido en habitaciones similares con la misma edad
que esa Chantal Grippay, e incluso siendo más joven. Pero en esa época no vivía
en los barrios del este. Más bien al sur, en la periferia del barrio XIV o del
XV. Y hacia el noroeste, plaza de Graisivaudan, que ella había citado justo
antes por una coincidencia misteriosa. Y también, al pie de la colina
Montmartre, entre Pigalle y Blanche.
“Sé que Gilles le ha llamado esta mañana
antes de irse a Lyon. ¿No le ha dicho nada en concreto?
- No, simplemente que nos volveríamos a ver.
- Tenía miedo de que usted estuviera
enfadado…”
Quizás Gilles Ottolini estaba al tanto de su
cita de hoy. Pensaba que ella sería más convincente que él para hacerle hablar
como esos inspectores de policía que se relevan durante un interrogatorio. No,
quizá no se había ido a Lyon y estaba escuchando la conversación que mantenían
detrás de la puerta. Ese pensamiento le hizo gracia.
“Soy indiscreto pero me pregunto por qué se
ha cambiado el nombre.
- Chantal me parecía más sencillo que
Joséphine.”
Ella lo había dicho con seriedad como si ese
cambio hubiera sido reflexionado.
“Tengo la impresión de que hoy en día no
quedan Chantales. ¿Cómo conocía ese nombre?
-Lo he elegido en el calendario”
Había dejado la carpeta de cartón azul
celeste sobre la cama, a su lado. La mitad de una gran foto sobresalía del
ejemplar Noir de l´été y las hojas
dactilográficas.
“¿Y esa foto?
-La foto de un niño… ya verá… Formaba parte
del dossier…”
A él
no le gustaba esa palabra “dossier”.
“Gilles pudo obtener información en la
policía sobre el suceso que le interesa… Conocimos a un poli que apostaba en
las carreras… Ha rebuscado en los archivos… También encontró la foto...”
Tenía otra vez esa voz ronca al igual que el
otro día en el bar, la cual sorprendía en alguien tan joven.
“¿Me permite? dijo Daragane. Me siento muy
alto en esta silla.”
Se sentó en el suelo, al pie de la cama.
Ahora se encontraban a la misma altura.
“Ahí no está cómodo… acérquese a la cama…”
Se inclinó hacia él y su rostro estaba tan
cerca del suyo que apreció una minúscula cicatriz en su pómulo izquierdo. El
Tremblay. Chantal. La plaza de Graisivaudan. Esas palabras vuelven a su cabeza
en forma de recuerdo. Una picadura de insecto, que al principio causa un dolor
ligero, pero cada vez más intenso, hasta llegar a una sensación de desgarre. El
presente y el pasado se confunden, y eso parece natural, ya que solo están
separados por una ligera tela transparente. Bastaba solamente con una picadura
de insecto para romperla. No conseguía recordar el año, pero era muy joven,
estaba en una habitación igual de
pequeña que ésta, en compañía de una chica llamada Chantal – un nombre bastante
corriente en aquella época. El marido de esa Chantal, un tal Paul, y otros
amigos de ellos habían ido, como de costumbre, a jugar en los casinos de las
afueras de París: Enghien, Forges-les-Eaux… y volverían al día siguiente con
algo de dinero. Él, Daragane, y esa Chantal, pasaban la noche juntos en la
habitación de la plaza de Graisivaudan hasta la vuelta de ellos. Paul, el
marido, frecuentaba también los campos de carreras de caballos. Un jugador. Con
él, sólo era cuestión de martingalas.
La otra Chantal - la de ahora- se
levantó y abrió una de las ventanas. Empezaba a hacer mucho calor en esta
habitación.
“Estoy esperando una llamada de
Gilles. No le voy a decir que está usted aquí. ¿Me promete que le va a ayudar?”
De nuevo tuvo la impresión de que
estaban compichados, ella y Gilles Ottolini, para no dejarle respirar y citarle
una y otra vez. ¿Pero para qué? ¿Y ayudarle a qué, exactamente? ¿A escribir su
artículo sobre el viejo suceso del que él, Daragane, no sabía todavía nada? ¿El
“dossier” – como lo llamó ella antes -, allí, al lado de ella en la cama en la
carpeta de cartón abierta, le daría alguna pista?
“¿Me promete ayudarle?”
Era cada vez más insistente y
sacudía el dedo índice. No sabía si ese gesto representaba una amenaza.
“Con la condición que me diga lo que
espera de mí exactamente.”
Un timbre estridente salía del
cuarto de baño. Y luego, unas notas de música.
“Mi móvil… Debe ser Gilles…”
Entró en el cuarto y cerró la puerta
detrás de ella, como si no quisiera que Daragane le oyera hablar. Se sentóél en
el borde de la cama. No se había fijado en que, en la pared, cerca de la
entrada, colgaba de un perchero un vestido negro que parecía de raso. Encima de
cada espuelas estaba cosida una golondrina de lamé oro. Con cremalleras en la
cintura y en las muñecas. Un vestido antiguo, sin duda comprado en las Pulgas.
Se la imaginaba con este vestido de satén negro, con las dos golondrinas
amarillas.
Detrás de la puerta del cuarto de
baño, grandes momentos de silencio en los cuales, cada vez, Daragane pensaba
que la conversación se había acabado. Pero la oía decir con su voz ronca: “No,
te lo prometo…” y esa misma frase se repetía dos o tres veces. La oyó también
decir: “No, no es verdad”, y: “Es mucho más sencillo de que te lo imaginas…”
Seguramente, Gilles Ottolini le reprochaba algo o compartía con ella sus
preocupaciones. Y ella quería tranquilizarle.
La conversación se prolongaba, y
Daragane tuvo ganas de irse de la habitación sin hacer ruido. Cuando era joven,
aprovechaba la menor ocasión para marcharse por las buenas, sin que supiera muy
bien por qué: ¿una voluntad de cortar y de respirar al aire libre? Pero hoy,
sentía la necesidad de dejarse llevar, sin oponer resistencia alguna. Sacó de
la carpeta de cartón azul celeste la foto que había llamado su atención poco
antes. A primera vista, se trataba de una foto de carné ampliada. Un niño de
unos siete años, de pelo corto tal y como se llevaba al principio de los años
cincuenta, pero también se podía tratar de un niño de hoy en día. Vivíamos en
una época en la cual todas las modas, las de antes de ayer, de ayer y de hoy se
confundían, y era posible que estaba de moda ahora aquel corte de pelo. Tendría
que investigar y tenía prisa por observar el corte de pelo de los niños, en la
calle.
Salió elle del cuarto de baño con el
móvil en la mano.
“Perdone…fue largo, pero le subí la
moral. A veces Gilles lo ve todo negro.”
Se sentó al lado suyo, en el borde
de la cama.
“Por eso le tiene que ayudar. Le
gustaría que recordara usted quién era ese Torstel… ¿De verdad no lo recuerda?
De nuevo el interrogatorio. ¿Hasta
qué hora de la noche iba a proseguir? Ya no saldría de esa habitación. Quizá
había ella cerrado la puerta con llave. Pero se sentía muy tranquilo, sólo que
un poco cansado como le solía ocurrir a estas horas de la tarde. Y le hubiera
apetecido pedirle permiso para tumbarse en la cama.
Se repetía una y otra vez un nombre
en su cabeza y ya no se lo podía quitar de la cabeza. Le Tremblay. Un campo de
carreras del barrio sureste al cual Chantal y Paul le habían llevado un domingo
de otoño. Paul había cambiado algunas palabras en las tribunas con un señor
mayor que ellos y les había explicado luego que se le cruzaba a veces en el
casino de Forges-les-Eaux y que frecuentaba asimismo los campos de carreras. El
señor se había propuesto para llevarles de camino de vuelta a Paris. Aquel
verano era otoño de verdad y no este otoño de ahora en el cual el calor de esa
habitación era insoportable, sin que supiera además cuando se podría marchar…
ella había vuelto a cerrar la carpeta de cartón azul celeste y la había posado
en sus rodillas.
“Tenemos que ir a hacer fotocopias
para usted…está cerca…”
Miró su reloj.
“Cierra a las siete… Tenemos
tiempo…”
Intentaría en otro momento recordar
el año exacto de aquel otoño. Del Tremblay, habían seguido la Marne y cruzado
el bosque de Vincennes con el sol poniente. Daragane estaba en el asiento del
copiloto, los otros dos atrás. El señor se sorprendió cuando Paul se lo
presentó – Jean Daragane.
Hablaban sin rumbo,
de la última carrera en el Tremblay. El señor le había dicho:
“¿Se llama Daragane? Me parece que
conocí a sus padres hace tiempo…”
Ese término “padres” le extraño.
Tenía la sensación de nunca haber tenido padres.
“Hará unos quince años… En una casa
cerca de París… Me acuerdo de un niño…”
El señor se había girado hacia él.
“El niño, era usted, supongo…”
Daragane temía que le preguntara
sobre una época de su vida en la que ya no pensaba. Además no tendría mucho que
contar. Pero el otro ya no decía nada. De repente, el señor le preguntó:
“Ya no me acuerdo
cual era ese lugar en las afueras de París…
-Yo tampoco.” Se
arrepintió de haber contestado de manera tan seca.
Sí, acabaría
acordándose de la fecha exacta de aquel otoño. Pero por ahora estaba todavía
sentado en el borde de la cama, al lado de esa Chantal, y tuvo la sensación de
que se despertaba de una repentina cabezada. Intentaba retomar el hilo de la
conversación.
“¿Lleva a menudo ese
vestido?”
Le enseñaba el
vestido de raso negro con las dos golondrinas amarillas.
“Estaba ya aquí
cuando alquilé la habitación. Seguro que pertenecía a la inquilina anterior.
- O quizás a usted,
en una vida anterior.”
Ella frunció el ceño
y le miró fijamente, de manera desconfiada. Le dijo:
“Podemos ir a hacer
las fotocopias.”
Se había levantado y
Daragane tuvo la impresión de que ella quería salir de la habitación lo antes
posible. ¿De qué tenía miedo? Igual no hubiera debido hablarle
de ese vestido.
(PERIÓDICO EL PAÍS - SECCIÓN
CULTURA )
Patrick Modiano gana el Nobel de Literatura
El autor francés es
autor de novelas como 'Dora Bruder'. Su último compatriota en lograrlo fue Le
Clézio en 2008
La Academia sueca ha argumentado que ha concedido el
premio a Modiano “por su arte de la memoria con el que ha evocado los destinos
humanos más difíciles de retratar y desvelado el mundo de la
Ocupación”. Muchos le han acusado de escribir siempre el mismo libro, lo
que para sus detractores es un defecto pero para sus defensores es una
bendición.
Domingos d
§ Flores de ru
Publicado en España sobre todo por la editorial Anagrama –aunque
su obra ha estado muy dispersa— y en Francia por Gallimard, Modiano es un
escritor humilde y, sobre todo, valiente. Con el guión de Lacombe Lucien, que escribió en 1974 junto a Louis Malle,
fue uno de los primeros que denunció algo que hasta entonces había sido un
tabú: la activa participación francesa en la persecución de los judíos, la
miseria del colaboracionismo. La película causó una conmoción tremenda en
Francia y abrió una herida que Modiano nunca ha cerrado en sus libros.
Entre sus principales novelas destacan Calle de las Tiendas Oscuras, La trilogía
de la ocupación(El lugar de la estrella, La ronda nocturna y Los paseos de
circunvalación), Domingos de agosto, Viaje de novios, El
rincón de los niños, Villa triste, En el café de la juventud perdida, Un
pedigrí o Las desconocidas.
Anagrama, que editó en julio La hierba de las noches,tiene previsto recuperar en los próximos meses dos
libros, Accidente
nocturno y Libro de familia, y
editar Pour
que tu ne te perdes pas dans le quartier (Para que no te pierdas en el barrio), que
salió la semana pasada en Francia. Una
parte importante de su obra ha sido traducida al castellano por María Teresa
Gallego Urrutia, que ha logrado
recrear la claridad y ligereza del francés en el que escribe Modiano.
Cuando Jean-Marie Le Clézio recibió el Nobel en 2008,
muchos pensaron que el candidato eterno de la literatura francesa, el propio
Modiano, se había quedado sin el máximo galardón de las letras mundiales. Sin
embargo, al final, la Academia Sueca ha repetido idioma para galardonar una
obra tan compleja como a la vez sencilla, que parece que siempre transcurre en
el lujoso distrito XVI de París, pero que recorre con intensidad los dramas y
los conflictos del siglo XX.
Su último libro se titula precisamente Pour que tu ne te perdes pas
dans le quartier (Para que no te pierdas en el barrio), en la indispensable colección blanca con letras
rojas de Gallimard. Como todos, no llega a las 200 páginas (160). El propio
Modiano, en una entrevista difundida por
Gallimard, explica el arranque, que no puede ser más clásico de su
obra: "La novela arranque con el timbre del teléfono. El personaje
principal, Jean Daragane, después de titubear, acaba por responder. Un
desconocido le dice que tiene en su poder una agenda de teléfonos que Daragane
había perdido. Pero algo le parece sospechoso". Así empieza un viaje a los
recuerdos y a los misterios de la vida.
Preguntado en la entrevista promocional
de Gallimard sobre si desvelar el misterio en un libro no lleva a una decepción
para el lector, Modiano da una respuesta que, en cierta medida, resume gran
parte de su literatura: "No hay que desvelar jamás el misterio. De todos
modos, un escritor no podría. Incluso si trata de aclararlo de forma
meticulosa, no hace más que reforzar el misterio. Samuel Beckett decía de
Proust que no hacía otra cosa con sus personajes: 'Al explicarlos, hacía que el
misterio fuese más profundo".
En la crítica de su última obra, La hierba de las noches, el
sabio de los libros Alberto Manguel, escribió en julio en Babelia:
“Si toda novela trata de imaginar los capítulos que faltan en una vida, toda
biografía es de alguna manera una inspirada ficción. A lo largo de una obra
considerable, Patrick Modiano ha intentado construir esos capítulos de los
cuales el autor no conoce a ciencia cierta más que algunos retazos. Sin
embargo, estos bastan para dar a las novelas de Modiano una verosimilitud y
convicción extraordinarias. La biografía de Modiano abarca la segunda mitad del
siglo XX y los comienzos del XXI; su obra también. En el centro están los
pavorosos años de la Segunda Guerra Mundial y la ocupación de Francia, y la
larga sombra del Holocausto; también, la guerra de Argelia.La hierba de las noches no
escapa a esa consabida trayectoria".
La última obra de
Modiano publicada esta semana: 'Pour que tu ne te perdes pas dans le quartier'
(Para que no te pierdas por el barrio). / MICHAEL PROBST (AP)
Italiano por parte de padre (que era de origen judío)
y belga por parte de madre, nacido justo al final de la II Guerra Mundial,
Modiano publicó su primera novela, El lugar de la Estrella, en 1968, que tuvo un éxito casi inmediato, y se
convirtió en un escritor totalmente reconocido diez años después al recibir el
premio Goncourt por La
calle de las tiendas oscuras.
Si hubiese que elegir un solo libro que resumiese el genio de Modiano, una
elección posible esDora
Bruder, que el narrador compuso a través de un anuncio de
prensa que decía: “Se busca a una joven, Dora Bruder, de 15 años, 1,55 metros,
rostro ovalado, ojos gris marrón, abrigo sport gris, pullover burdeos,
falda y sombrero azul marino, zapatos sport marrón.
Ponerse en contacto con el señor y la señora Bruder, bulevar Ornano, 41,
París”. Sus pesquisas, cómo no, le llevaron a la colaboración y a Auschwitz, le
llevaron a las siniestras tripas de la Europa del siglo XX.
En una entrevista publicada por Babelia en 2009, Modiano explicó sobre aquella novela:
"Luego, con los años, y con el libro ya publicado, me llegó algo más de
documentación sobre Dora. Y me planteé la cuestión de si merecía la pena
reescribir la novela o no. Decidí que no. No soy historiador. Soy novelista. No
importa tanto el resultado de la búsqueda como la búsqueda en sí. Así que la
novela se quedó como está".
Sobre su obsesión por ambientar sus novelas en el barrio XVI de París,
burgués, aparentemente anodino, dominado a la vez por la sombra de la Torre
Eiffel y por las sólidas mansiones, señaló en la misma entrevista: "Por
eso, porque no tiene nada de especial. Muchos lo consideran un típico barrio
burgués. Pero no es así del todo. Tiene una parte de barrio anónimo, banal, sin
monumentos históricos, donde uno puede imaginarse cosas. En otros barrios
parisinos te sientes bloqueado por la historia. En Trocadero y sus alrededores
uno puede observar las calles y la gente que las habita de una manera un poco onírica".