miércoles, 17 de diciembre de 2014

PARA QUE NO TE PIERDAS EN EL BARRIO-TRADUCCIÓN



  La profesora de francés Christina Lihme y sus alumnos de 2º de bachiller, han traducido los tres primeros capítulos de la obra Para que no te pierdas en el barrio del premio nobel de literatura 2014 Patrick Modiano.
  A continuación publicamos dicha traducción de la obra aún no editada en español así como una reseña sobre el autor extraída del periódico El País.




Para que no te pierdas en el barrio


 Patrick Modiano












 Traducción:
SergioBoleaPayo
BelkacemBouzidi Sainz
Laura García Durán
Alba García Ortiz
Ana García Otí
Christina Lihme Mortensen
María Linares Salmón
Gonzalo Mantecón Fernández
Laura Márquez Calvo
Laura Moya Bustamante
Marta Ortiz Ganza
Melanie Peñalver Alles
    Kimberly Reyes Herrera

  
            Casi nada. Igual que la picadura de un insecto, en un principio, no le parece doloroso. Por lo menos es lo que uno piensa para sí para consolarse. El teléfono había sonado a eso de las cuatro de la tarde en casa de Jean Daragane, en la habitación que él llamaba “despacho”. Se había adormilado en el sofá del fondo, a la sombra. Y el timbre que ya no solía escuchar no se interrumpía. ¿Por qué esta insistencia? Seguro que al otro lado del aparato habían olvidado colgar. Por fin se levantó y se dirigió hacia la parte de la habitación cerca de las ventanas, allí donde el sol pegaba demasiado fuerte.
            “Podría hablar con el señor Jean Daragane.”
            Una voz blanda y peligrosa. Fue la primera impresión que tuvo.
            “¿Señor Daragane? ¿Me oye usted?”
            Daragane quiso colgar. ¿Pero para qué? El timbre volvería a sonar, sin que se parara nunca. Y, a condición de cortar el cable del teléfono…
            “Soy yo.
-          Es en relación a su libreta de direcciones, señor.”
La había perdido el mes pasado en un tren que le llevaba a la Costa Azul. Sí, sólo había podido ser en aquel tren. La libreta se habría deslizado del bolsillo de la chaqueta en el momento en el que sacaba su billete para presentarlo al interventor.
            “He encontrado una libreta de direcciones con sus señas.”
En la portada gris estaba escrito: EN CASO DE EXTRAVÍO DIRIGIRSE A. Y Daragane, un día, sin pensar, había escrito su nombre, su dirección y su número de teléfono.
 “Se lo llevo a casa. Cuando usted quiera.”
Si, de verdad, una voz blanda y peligrosa. Hasta, pensó Daragane, un tono de chantajista.
            “Preferiría que nos viéramos fuera.”
Había tenido que vencer su malestar con gran esfuerzo. Pero su voz, que hubiera deseado indiferente, le salió velada de repente.
            “Como usted desea.”
Hubo un silencio.
            “¡Qué pena! Es que estoy cerca de su casa. Y me hubiera gustado entregárselo en manos propias.”
Daragane se preguntó si el hombre no estaba delante del edificio y si se iba a quedar allí, vigilando su salida. Tenía que deshacerse de él lo antes posible.
            “Quedemos mañana por la tarde, dijo finalmente.
-          Si usted quiere. Pero entonces cerca de mi trabajo. Cerca de la estación Saint-Lazare.”
Estaba a punto de colgar, pero mantuvo sangre fría.
“¿Conoce usted la calle Arcade? preguntó el otro. Podríamos vernos en un bar. En el 42.”
Daragane anotó la dirección. Cogió aire y dijo:
“Muy bien. Calle Arcade, número 42, mañana, a las cinco de la tarde.”
Y colgó sin siquiera esperar contestación del otro. Se arrepintió enseguida haberse portado de forma tan brutal, pero lo achacó al calor que pesaba sobre París desde hacía días, un calor inhabitual para un mes de septiembre. Le hacía sentir más sólo todavía. Le obligaba a encerrarse en esa habitación hasta que desapareciese el sol. Además el teléfono no había sonado desde hacía meses. Y el móvil, encima de su mesa, no recordaba cuándo lo había usado por última vez. Casi no sabía usarlo y se equivocaba a menudo con las teclas.
Si el desconocido no hubiera llamado, hubiera olvidado para siempre la pérdida de esa libreta. Intentó recordar los nombres que había anotado en ella. La semana anterior, hasta quería volver a elaborarla y, en una hoja en blanco, había empezado a hacer una lista. Al cabo de un momento, había roto la hoja. Ningún nombre pertenecía a personas que habían contado en su vida y de las cuales nunca necesitó anotar ni dirección ni teléfonos. Los conocía de memoria. En esa libreta, nada más que relaciones de las cuales se dice que son “profesionales”, algunas direcciones supuestamente útiles, no más que unos treinta nombres. Y entre ellos muchos que hubiera hecho falta borrar, porque ya no estaban de actualidad. Lo único que le había molestado cuando la perdió era que había consignado en ella su propio nombre y dirección. Hubiera, claro está, podido no acudir a la cita y dejar al individuo esperar en la calle Arcade, en el 42. Pero, entonces, siempre quedaría algo en el aire, como una amenaza.  Muy a menudo había soñado, en esas tardes de soledad, con que el teléfono sonaba y que una dulce voz le daba una cita. Se acordaba del título de una novela: El tiempo de los encuentros. Podía ser que ese tiempo no se hubiera acabado todavía para él. Pero la voz de antes no le inspiraba confianza. Al mismo tiempo blanda y peligrosa, la voz. Sí.

Pidió al taxista que le dejara en el barrio de la Madeleine. Hacía hoy menos calor que otros días y se podía caminar por el lado de la sombra. Recorría la calle Arcade, desierta y silenciosa bajo el sol.
Hacía una eternidad que no se encontraba en esos parajes. Recordó que su madre actuaba en un teatro cerca y que su padre ocupaba un despacho al final de la calle, a la izquierda, en el bulevar Hausmann, en el 73. Pero ese pasado se había vuelto traslucido con el tiempo… un vaho que se disipaba bajo el sol.
El bar daba a una esquina de la calle y del bulevar Hausmann. Un espacio vacío con una barra larga, parecía un self-service. Daragane se sentó en una mesa del fondo. ¿El desconocido acudiría a la cita? Las dos puertas estaban abiertas, una daba a la calle, la otra al bulevar, por el calor. En la otra acera, el gran edificio del 73… Se preguntó si una ventana del despacho de su padre no daba de ese lado. ¿En qué piso? Pero esos recuerdos se le escapaban poco a poco, como burbujas de jabón o vestigios de un sueño que desaparecen al despertar. Su memoria habría sido más vivaz en el bar de Mathurins, delante del teatro, allí donde esperaba a su madre, o cerca de la estación Saint-Lazare, una zona que antaño había recorrido a menudo. Pero no. Seguro que no. Ya no era la misma ciudad.
-          “¿Señor Jean Daragane?”
Había reconocido la voz. Un hombre de unos cuarenta años estaba delante de él, acompañado por una chica más joven que él.
-          “Gilles Ottolini.”
Era la misma voz, blanda y peligrosa. Señalaba a la chica:
-          “Una amiga…Chantal Grippay.”
Daragane no se movía de la silla, inmóvil, sin siquiera tender la mano. Los dos se sentaron, frente a él.
-          “Lo sentimos… llegamos con un poco de retraso…”
Lo dijo con tono irónico, con toda seguridad para fingir serenidad. Sí, era la misma voz con un ligero, casi imperceptible, acento del sur que Daragane no había notado la víspera al teléfono.
Una piel color marfil, ojos negros, nariz aquilina. El rostro era delgado, tan afilado de frente como de perfil.
-          “He allí su pertenencia”, dijo a Daragane, con el mismo tono irónico de antes que parecía disimular un cierto malestar.
Y sacó del bolsillo de su chaqueta la libreta de direcciones. La posó encima de la mesa y la cubrió con la palma de la mano, con los dedos abiertos. Parecía que quería impedir que la cogiera Daragane.
La chica estaba un poco retraída, como si quisiera pasar desapercibida, una morena de unos treinta años, con el pelo a media altura. Llevaba una camisa y un pantalón negro. Le echó una mirada preocupada. Por sus pómulos y por sus ojos achinados, se preguntó Daragane si no era vietnamita- o china.
            “¿Y dónde encontró esa libreta?
-          En el suelo, debajo de una banqueta de la cafetería de la estación de Lyon.”
Le tendió la libreta de direcciones. Daragane la metió en el bolsillo. Recordó que, en efecto, el día en el que salía para la Costa Azul había llegado con adelanto a la estación de Lyon y que se había sentado en la cafetería.
            “¿Quiere tomar algo?” preguntó el denominado Gilles Ottolini.
Daragane tenía ganas de marcharse. Pero se quedó.
            “Un Schwepps.
-          A ver si encuentras a un camarero para pedir. Para mí un café”, dijo Ottolino, girándose hacia la chica.
Ella se levantó enseguida. Parecía que estaba acostumbrada a obedecerle.
            “Le habrá perjudicado perder esa libreta… “
Sonrió con una sonrisa rara que le pareció a Daragane insolente. Pero igual era por su parte torpeza o timidez.
            “Sabe usted, dijo Daragane, ya casi no llamo por teléfono.”
El otro le echó una mirada extrañada. La chica volvía hacia ellos y se sentó otra vez.
            “Ya no sirven. Van a cerrar.”
Era la primera vez que Daragane oía la voz de esa chica, una voz ronca y que no tenía el ligero acento del sur de su vecino de mesa. Más bien tenía el acento parisino, si es que eso todavía significa algo.
            “¿Trabaja usted por aquí? preguntó Daragane.
-          En una agencia de publicidad, calle Pasquier. En Sweerts.
-          ¿Y usted también?”
Se había girado hacia la chica.
            “No”, dijo Ottolini antes de que contestara ella. “Ahora mismo no trabaja.” Y de nuevo, esa sonrisa crispada. En la cara de la chica se desdibujaba también una sonrisa.
A Daragane le entraban ganas de marcharse. Si no lo hacía ya, ¿lograría deshacerse de ellos?
“Le voy a ser sincero…” Se acarcaba a Daragane y su tono de voz se volvía más agudo.
Daragane experimentaba la misma sensación que la víspera, al teléfono. Sí, ese hombre tenía la misma pesadez que un insecto.
            “Me tomé la libertad de ojear su libreta…simple curiosidad…”
La chica había girado la cabeza, haciéndose la sorda.
            “¿Le molesta?”
Daragane le miró fijamente a los ojos. El otro no desviaba la mirada.
            “¿Por qué me iba a molestar?”
Un silencio. El otro acabó bajando la mirada. Y, con el mismo tono de voz metálico:
            “Hay alguien cuyo nombre encontré en su libreta. Me gustaría que me proporcionara información sobre el…”
            El tono se había vuelto más humilde.
            “Perdone la indiscreción mía…
-          ¿De quién se trata?” preguntó Daragane a regañadientes.
Sentía bruscamente la necesidad de levantarse y de andar a paso rápido hacia la puerta abierta que daba al bulevar Hausmann. Y de tomar aire.
            “De un tal Guy Torstel.”
Había pronunciado el nombre y el apellido articulando bien las sílabas, como para despertar la memoria adormecida de su interlocutor. 
            ¿Quién?
-          Guy Torstel.”
Daragane sacó de su bolsillo la libreta y la abrió por la letra T. Leyó el nombre, arriba de la hoja, pero ese Guy Torstel no le evocaba nada.
            “No sé de quién se trata.
-          ¿De verdad?”
El otro parecía decepcionado.
            “Hay un número de teléfono con siete cifras, dijo Daragane. Eso remonta a unos treinta años…
Giró las páginas. Todos los demás teléfonos eran actuales. Con diez cifras. Y esa libreta, hacía sólo cinco años que la usaba.
            “¿No le suena ese nombre?
-          No.”
Hubiera, tan solo unos años antes, hecho muestra de esa amabilidad que todo el mundo le reconocía. Hubiera dicho: “Déjeme un momento para esclarecer el misterio…” Pero las palabras no asomaban.
            “Es por un suceso sobre el cual reuní bastante información, retomó el otro. Ese nombre aparece. Eso por eso…”
Parecía de repente en la defensiva.
            “¿Qué tipo de suceso?”
Daragane había preguntado casi sin pensar, como si recobraba sus ademanes de cortesía.
            “Un suceso muy antiguo… Quisiera escribir algo sobre ello… Hace tiempo era periodista, sabe usted…”
Pero la atención de Daragane se relajaba. Tenía que marcharse por las buenas lo antes posible, de no ser así ese hombre le iba a contar su vida.
            “Lo siento, le dijo. He olvidado a ese Torstel… A mi edad tenemos problemas de memoria… les tengo que dejar…”
Se levantó y tendió la mano a los dos. Ottolini le echó una mirada dura, como si Daragane le hubiera insultado y estuviera a punto de contestar de una forma violenta. En cuanto a la chica, había bajado los ojos.
Se puso a andar hacia la puerta gran abierta que daba al bulevar Hausmann deseando que el otro no le fuera a impedir salir. Una vez en la calle, se puso a respirar hondo. Qué idea tan rara, esa cita con un desconocido, él que no había visto a nadie desde hacía tres meses y que no lo llevaba tan mal…Más bien todo lo contrario. Dentro de aquella soledad, se había sentido ligero como nunca, con extraños momentos de exaltación por la mañana o por la noche, como si todo era todavía posible y que, según el título de la vieja película, la aventura estaba allí, a la vuelta de la esquina… Nunca, hasta en los veranos de su juventud, la vida le había parecido tan desprovista de pesadez que este mismo verano. Pero en el verano, todo está en suspenso – una estación “metafísica”, le decía antaño su profesor de filosofía, Maurice Caveing. Era raro, se acordaba del nombre “Caveing” y no de quién era ese Torstel.
            Todavía hacía sol pero una ligera brisa atenuaba el calor. A esa hora el bulevar Hausmann estaba desierto.
            En el transcurso de esos últimos cincuenta años, había pasado a menudo por allí, y hasta en su infancia, cuando su madre le llevaba, un poco más arriba, a los almacenes Printemps. Pero esta noche, esa ciudad le parecía extraña. Había soltado todas las amarras que todavía le podían atar a ella, o era ella quien le había rechazado.
            Se sentó en un banco y sacó la libreta de direcciones de su bolsillo. Se disponía a romperla y a desparramar los trozos en la basura de plástico verde al lado del banco. Pero vaciló. No, lo haría luego, en casa, con tranquilidad. Ojeó de forma distraída la libreta. De todos los números allí anotados, no había ni uno que tenía ganas de componer. Y, los dos o tres que faltaban, los que habían contado para él y que todavía se sabía de memoria, ya no iban a contestar.
El teléfono sonó por la tarde, a la misma hora que el día anterior, y pensó que era, de nuevo, Gilles Ottolini. Pero no, era una voz femenina.
“Chantal Grippay, ¿se acuerda usted? Nos vimos ayer con Gilles… No lo quiero molestar…”
La voz era débil, entrecortada por las interferencias.
Un silencio.
“Me gustaría mucho verlo, señor Daragane. Para hablarle de Gilles…”
Ahora la voz era más cercana. Aparentemente, esa Chantal Grippay había vencido su timidez.
“Ayer por la noche cuando usted se fue, Gilles tuvo miedo de que usted se hubiera enfadado con él. Está pasando dos días en Lyon por cuestiones de trabajo… ¿le gustaría que nos viéramos los dos solos esta tarde? “
El tono de Chantal Grippay ahora transmitía más seguridad como  después de haberse lanzado a la piscina.
“¿Le va bien a eso de las cinco? Vivo en la calle Charonne, 118”
Daragane anotó la dirección en la misma página en la que aparecía escrito el nombre: Guy Torstel.
“En el cuarto piso al fondo del pasillo. Está escrito abajo en el buzón. Está a nombre de Joséphine Grippay pero he cambiado de nombre…
-          Calle Charonne 118. A las seis de la tarde… cuarto piso, repitió Daragane.
-          Si, así es. Hablaremos de Gilles…”
Después de colgar el teléfono, la frase que acababa de decir,  “hablaremos de Gilles” sonó en la cabeza de Daragane como la cadencia de un alejandrino. Sería conveniente preguntar por qué había cambiado de nombre.

Un edificio de ladrillo, más alto que los demás y ligeramente metido. Daragane prefirió subir los cuatro pisos andando en vez de coger el ascensor. Al fondo del pasillo, en la puerta, una tarjeta de visita a nombre de “Joséphine Grippay”. El nombre “Joséphine” estaba tachado y cambiado con tinta violeta por el de “Chantal”. Estaba a punto de llamar cuando se abrió la puerta. Estaba vestida de negro, como el otro día en la cafetería.
“El timbre ya no funciona, pero escuché sus pasos”.
Ella sonreía y permanecía allí, en el umbral de la puerta. Se podía pensar que dudaba en dejarle pasar.
“Si quiere, podemos salir a tomar algo”, dijo Daragane.
“No, mejor pase.”                                                                                          
Una habitación mediana y, a la derecha, una puerta abierta. Parecía que daba a un cuarto de baño. Una bombilla colgaba del techo.
“No hay mucho espacio aquí, pero estaremos mejor para hablar.”
Se dirigió hacia la pequeña mesa de madera clara situada entre las dos ventanas, cogió la silla y la posó cerca de la cama.
“Siéntese”.
Ella se sentó en el borde de la cama, o mejor dicho del colchón porque la cama no tenía somier.
“Es mi habitación… Gilles encontró algo más grande cerca de la plaza Graisivaudan.”
Levantaba la cabeza para hablarle. Él hubiera preferido sentarse en el suelo o a su lado, en el borde de la cama.
“Gilles cuenta con usted para ayudarle a redactar el artículo… ¿Sabe? Ha escrito un libro pero no se atrevió a decírselo…”
Ella se dejó caer hacia atrás, tendió el brazo y cogió un libro con tapa verde de la mesita de noche.
“Aquí tiene… No le diga a Gilles que se lo he prestado…”
Un libro fino titulado Le Flâneur hippique en cuya contraportada se indicaba que había sido publicado tres años antes por la editorial Sablier. Daragane lo abrió y echó una ojeada al índice. El libro se componía de dos grandes capítulos: “Champs de courses” y “Écoles de jockeys” .
Le miraba fijamente con  ojos ligeramente achinados .
“Es mejor que él no sepa que nosotros dos nos hemos visto”
Ella se levantó, cerró una de las ventanas que estaba entreabierta y se sentó de nuevo en el borde de la cama. Daragane tuvo la impresión de que había cerrado esa ventana para que no se les oyera.
“Antes de trabajar en Sweerts, Gilles escribía artículos sobre las carreras y los caballos en revistas y periódicos especializados.”
Dudaba como alguien que está a punto de revelar  un secreto.
“De muy joven fue a la escuela de jockeys en Maisons-Laffitte. Pero era muy duro… tuvo que dejarlo… Ya lo verá si lee el libro…”
Daragane la escuchaba atentamente. Era extraño entrar tan rápido en la vida de la gente… Pensaba que ya no le iba a ocurrir más a su edad por cansancio y por la sensación de que los demás se alejaban poco a poco de uno.
“Me llevó a las carreras… me enseñó a jugar… es una droga, sabe usted…”
De repente, parecía triste. Daragane se preguntó si ella no buscaba a su lado un apoyo cualquiera, bien material bien moral. Y la seriedad de las últimas palabras que le surgieron le dio ganas de reir.
“¿Sigue apostando en las carreras?
- Cada vez menos desde que trabaja en Sweerts”
Ella hablaba más bajo. Quizá temía que Gilles Ottolini entrara en la habitación de improvisto y les sorprendiera a los dos.
“Le enseñaré los apuntes que había tomado para su artículo… Igual usted ha conocido a toda esa gente…
-¿Qué gente?
-Por ejemplo la persona de la que él le habló… Guy Torstel…”
De nuevo ella se dejó caer hacia atrás y cogió al pie de la mesita una carpeta azul celeste que contenía páginas dactilográficas y un libro que le dio: Le Noir de l’été.
“Prefiero que le guarde, dijo con un tono seco.
-Marcó la página donde nombra a ese Guy Torstel…
-Le pediré que la fotocopie. Eso me ahorrará releer el libro..:”
Parecía asombrada de que no quisiera releer su libro.
“Luego iremos a fotocopiar también los apuntes que tomó para que se los lleve”
Y le enseñaba las páginas dactilográficas.
“Pero que quede entre nosotros…”
Daragane se sentía incómodo en su silla y, para hacer algo, ojeaba el libro de Gilles Ottolini. En el capítulo “Champs de courses”, se topó con una palabra impresa escrita en mayúsculas: LE TREMBLAY. Y esa palabra le causó un click, sin que supiera muy bien por qué, como si le viniera poco a poco a la memoria un detalle que había olvidado.
“Ya verá… Es un libro interesante…”
Levantaba la cabeza hacia él y sonreía.
“¿Usted vive aquí desde hace tiempo?
- Dos años.”
Las paredes de color beige que seguramente no habían sido pintadas desde hace años, el pequeño despacho, y las dos ventanas que daban a un patio… Había vivido en habitaciones similares con la misma edad que esa Chantal Grippay, e incluso siendo más joven. Pero en esa época no vivía en los barrios del este. Más bien al sur, en la periferia del barrio XIV o del XV. Y hacia el noroeste, plaza de Graisivaudan, que ella había citado justo antes por una coincidencia misteriosa. Y también, al pie de la colina Montmartre, entre Pigalle y Blanche.
“Sé que Gilles le ha llamado esta mañana antes de irse a Lyon. ¿No le ha dicho nada en concreto?
- No, simplemente que nos volveríamos a ver.
- Tenía miedo de que usted estuviera enfadado…”
Quizás Gilles Ottolini estaba al tanto de su cita de hoy. Pensaba que ella sería más convincente que él para hacerle hablar como esos inspectores de policía que se relevan durante un interrogatorio. No, quizá no se había ido a Lyon y estaba escuchando la conversación que mantenían detrás de la puerta. Ese pensamiento le hizo gracia.
“Soy indiscreto pero me pregunto por qué se ha cambiado el nombre.
- Chantal me parecía más sencillo que Joséphine.”
Ella lo había dicho con seriedad como si ese cambio hubiera sido reflexionado.
“Tengo la impresión de que hoy en día no quedan Chantales. ¿Cómo conocía ese nombre?
-Lo he elegido en el calendario”
Había dejado la carpeta de cartón azul celeste sobre la cama, a su lado. La mitad de una gran foto sobresalía del ejemplar Noir de l´été y las hojas dactilográficas.
“¿Y esa foto?
-La foto de un niño… ya verá… Formaba parte del dossier…”
 A él no le gustaba esa palabra “dossier”.
“Gilles pudo obtener información en la policía sobre el suceso que le interesa… Conocimos a un poli que apostaba en las carreras… Ha rebuscado en los archivos… También encontró la foto...”
Tenía otra vez esa voz ronca al igual que el otro día en el bar, la cual sorprendía en alguien tan joven.
“¿Me permite? dijo Daragane. Me siento muy alto en esta silla.”
Se sentó en el suelo, al pie de la cama. Ahora se encontraban a la misma altura.
“Ahí no está cómodo… acérquese a la cama…”
Se inclinó hacia él y su rostro estaba tan cerca del suyo que apreció una minúscula cicatriz en su pómulo izquierdo. El Tremblay. Chantal. La plaza de Graisivaudan. Esas palabras vuelven a su cabeza en forma de recuerdo. Una picadura de insecto, que al principio causa un dolor ligero, pero cada vez más intenso, hasta llegar a una sensación de desgarre. El presente y el pasado se confunden, y eso parece natural, ya que solo están separados por una ligera tela transparente. Bastaba solamente con una picadura de insecto para romperla. No conseguía recordar el año, pero era muy joven, estaba  en una habitación igual de pequeña que ésta, en compañía de una chica llamada Chantal – un nombre bastante corriente en aquella época. El marido de esa Chantal, un tal Paul, y otros amigos de ellos habían ido, como de costumbre, a jugar en los casinos de las afueras de París: Enghien, Forges-les-Eaux… y volverían al día siguiente con algo de dinero. Él, Daragane, y esa Chantal, pasaban la noche juntos en la habitación de la plaza de Graisivaudan hasta la vuelta de ellos. Paul, el marido, frecuentaba también los campos de carreras de caballos. Un jugador. Con él, sólo era cuestión de martingalas.
            La otra Chantal - la de ahora- se levantó y abrió una de las ventanas. Empezaba a hacer mucho calor en esta habitación.
            “Estoy esperando una llamada de Gilles. No le voy a decir que está usted aquí. ¿Me promete que le va a ayudar?”
            De nuevo tuvo la impresión de que estaban compichados, ella y Gilles Ottolini, para no dejarle respirar y citarle una y otra vez. ¿Pero para qué? ¿Y ayudarle a qué, exactamente? ¿A escribir su artículo sobre el viejo suceso del que él, Daragane, no sabía todavía nada? ¿El “dossier” – como lo llamó ella antes -, allí, al lado de ella en la cama en la carpeta de cartón abierta, le daría alguna pista?
            “¿Me promete ayudarle?”
            Era cada vez más insistente y sacudía el dedo índice. No sabía si ese gesto representaba una amenaza.
            “Con la condición que me diga lo que espera de mí exactamente.”
            Un timbre estridente salía del cuarto de baño. Y luego, unas notas de música.
            “Mi móvil… Debe ser Gilles…”
            Entró en el cuarto y cerró la puerta detrás de ella, como si no quisiera que Daragane le oyera hablar. Se sentóél en el borde de la cama. No se había fijado en que, en la pared, cerca de la entrada, colgaba de un perchero un vestido negro que parecía de raso. Encima de cada espuelas estaba cosida una golondrina de lamé oro. Con cremalleras en la cintura y en las muñecas. Un vestido antiguo, sin duda comprado en las Pulgas. Se la imaginaba con este vestido de satén negro, con las dos golondrinas amarillas.
            Detrás de la puerta del cuarto de baño, grandes momentos de silencio en los cuales, cada vez, Daragane pensaba que la conversación se había acabado. Pero la oía decir con su voz ronca: “No, te lo prometo…” y esa misma frase se repetía dos o tres veces. La oyó también decir: “No, no es verdad”, y: “Es mucho más sencillo de que te lo imaginas…” Seguramente, Gilles Ottolini le reprochaba algo o compartía con ella sus preocupaciones. Y ella quería tranquilizarle.
            La conversación se prolongaba, y Daragane tuvo ganas de irse de la habitación sin hacer ruido. Cuando era joven, aprovechaba la menor ocasión para marcharse por las buenas, sin que supiera muy bien por qué: ¿una voluntad de cortar y de respirar al aire libre? Pero hoy, sentía la necesidad de dejarse llevar, sin oponer resistencia alguna. Sacó de la carpeta de cartón azul celeste la foto que había llamado su atención poco antes. A primera vista, se trataba de una foto de carné ampliada. Un niño de unos siete años, de pelo corto tal y como se llevaba al principio de los años cincuenta, pero también se podía tratar de un niño de hoy en día. Vivíamos en una época en la cual todas las modas, las de antes de ayer, de ayer y de hoy se confundían, y era posible que estaba de moda ahora aquel corte de pelo. Tendría que investigar y tenía prisa por observar el corte de pelo de los niños, en la calle.
            Salió elle del cuarto de baño con el móvil en la mano.
            “Perdone…fue largo, pero le subí la moral. A veces Gilles lo ve todo negro.”
            Se sentó al lado suyo, en el borde de la cama.
            “Por eso le tiene que ayudar. Le gustaría que recordara usted quién era ese Torstel… ¿De verdad no lo recuerda?
            De nuevo el interrogatorio. ¿Hasta qué hora de la noche iba a proseguir? Ya no saldría de esa habitación. Quizá había ella cerrado la puerta con llave. Pero se sentía muy tranquilo, sólo que un poco cansado como le solía ocurrir a estas horas de la tarde. Y le hubiera apetecido pedirle permiso para tumbarse en la cama.
            Se repetía una y otra vez un nombre en su cabeza y ya no se lo podía quitar de la cabeza. Le Tremblay. Un campo de carreras del barrio sureste al cual Chantal y Paul le habían llevado un domingo de otoño. Paul había cambiado algunas palabras en las tribunas con un señor mayor que ellos y les había explicado luego que se le cruzaba a veces en el casino de Forges-les-Eaux y que frecuentaba asimismo los campos de carreras. El señor se había propuesto para llevarles de camino de vuelta a Paris. Aquel verano era otoño de verdad y no este otoño de ahora en el cual el calor de esa habitación era insoportable, sin que supiera además cuando se podría marchar… ella había vuelto a cerrar la carpeta de cartón azul celeste y la había posado en sus rodillas.
            “Tenemos que ir a hacer fotocopias para usted…está cerca…”
            Miró su reloj.
            “Cierra a las siete… Tenemos tiempo…”
            Intentaría en otro momento recordar el año exacto de aquel otoño. Del Tremblay, habían seguido la Marne y cruzado el bosque de Vincennes con el sol poniente. Daragane estaba en el asiento del copiloto, los otros dos atrás. El señor se sorprendió cuando Paul se lo presentó – Jean Daragane.
Hablaban sin rumbo, de la última carrera en el Tremblay. El señor le había dicho:
            “¿Se llama Daragane? Me parece que conocí a sus padres hace tiempo…”
            Ese término “padres” le extraño. Tenía la sensación de nunca haber tenido padres.
            “Hará unos quince años… En una casa cerca de París… Me acuerdo de un niño…”
            El señor se había girado hacia él.
            “El niño, era usted, supongo…”
            Daragane temía que le preguntara sobre una época de su vida en la que ya no pensaba. Además no tendría mucho que contar. Pero el otro ya no decía nada. De repente, el señor le preguntó:
“Ya no me acuerdo cual era ese lugar en las afueras de París…
-Yo tampoco.” Se arrepintió de haber contestado de manera tan seca.
Sí, acabaría acordándose de la fecha exacta de aquel otoño. Pero por ahora estaba todavía sentado en el borde de la cama, al lado de esa Chantal, y tuvo la sensación de que se despertaba de una repentina cabezada. Intentaba retomar el hilo de la conversación.
“¿Lleva a menudo ese vestido?”
Le enseñaba el vestido de raso negro con las dos golondrinas amarillas.
“Estaba ya aquí cuando alquilé la habitación. Seguro que pertenecía a la inquilina anterior.
- O quizás a usted, en una vida anterior.”
Ella frunció el ceño y le miró fijamente, de manera desconfiada. Le dijo:
“Podemos ir a hacer las fotocopias.”

Se había levantado y Daragane tuvo la impresión de que ella quería salir de la habitación lo antes posible. ¿De qué tenía miedo? Igual no hubiera debido hablarle de ese vestido.  


(PERIÓDICO EL PAÍS - SECCIÓN CULTURA )
Patrick Modiano gana el Nobel de Literatura
El autor francés es autor de novelas como 'Dora Bruder'. Su último compatriota en lograrlo fue Le Clézio en 2008




La Academia sueca ha argumentado que ha concedido el premio a Modiano “por su arte de la memoria con el que ha evocado los destinos humanos más difíciles de retratar y desvelado el mundo de la Ocupación”. Muchos le han acusado de escribir siempre el mismo libro, lo que para sus detractores es un defecto pero para sus defensores es una bendición.
Domingos d
§  Flores de ru
Publicado en España sobre todo por la editorial Anagrama –aunque su obra ha estado muy dispersa— y en Francia por Gallimard, Modiano es un escritor humilde y, sobre todo, valiente. Con el guión de Lacombe Lucien, que escribió en 1974 junto a Louis Malle, fue uno de los primeros que denunció algo que hasta entonces había sido un tabú: la activa participación francesa en la persecución de los judíos, la miseria del colaboracionismo. La película causó una conmoción tremenda en Francia y abrió una herida que Modiano nunca ha cerrado en sus libros.
Entre sus principales novelas destacan Calle de las Tiendas Oscuras, La trilogía de la ocupación(El lugar de la estrella, La ronda nocturna y Los paseos de circunvalación), Domingos de agosto, Viaje de novios, El rincón de los niños, Villa triste, En el café de la juventud perdida, Un pedigrí o Las desconocidas. Anagrama, que editó en julio La hierba de las noches,tiene previsto recuperar en los próximos meses dos libros, Accidente nocturno y Libro de familia, y editar Pour que tu ne te perdes pas dans le quartier (Para que no te pierdas en el barrio), que salió la semana pasada en Francia. Una parte importante de su obra ha sido traducida al castellano por María Teresa Gallego Urrutia, que ha logrado recrear la claridad y ligereza del francés en el que escribe Modiano.
Cuando Jean-Marie Le Clézio recibió el Nobel en 2008, muchos pensaron que el candidato eterno de la literatura francesa, el propio Modiano, se había quedado sin el máximo galardón de las letras mundiales. Sin embargo, al final, la Academia Sueca ha repetido idioma para galardonar una obra tan compleja como a la vez sencilla, que parece que siempre transcurre en el lujoso distrito XVI de París, pero que recorre con intensidad los dramas y los conflictos del siglo XX.
Su último libro se titula precisamente Pour que tu ne te perdes pas dans le quartier (Para que no te pierdas en el barrio), en la indispensable colección blanca con letras rojas de Gallimard. Como todos, no llega a las 200 páginas (160). El propio Modiano, en una entrevista difundida por Gallimard, explica el arranque, que no puede ser más clásico de su obra: "La novela arranque con el timbre del teléfono. El personaje principal, Jean Daragane, después de titubear, acaba por responder. Un desconocido le dice que tiene en su poder una agenda de teléfonos que Daragane había perdido. Pero algo le parece sospechoso". Así empieza un viaje a los recuerdos y a los misterios de la vida.
Preguntado en la entrevista promocional de Gallimard sobre si desvelar el misterio en un libro no lleva a una decepción para el lector, Modiano da una respuesta que, en cierta medida, resume gran parte de su literatura: "No hay que desvelar jamás el misterio. De todos modos, un escritor no podría. Incluso si trata de aclararlo de forma meticulosa, no hace más que reforzar el misterio. Samuel Beckett decía de Proust que no hacía otra cosa con sus personajes: 'Al explicarlos, hacía que el misterio fuese más profundo".
En la crítica de su última obra, La hierba de las noches, el sabio de los libros Alberto Manguel, escribió en julio en Babelia: “Si toda novela trata de imaginar los capítulos que faltan en una vida, toda biografía es de alguna manera una inspirada ficción. A lo largo de una obra considerable, Patrick Modiano ha intentado construir esos capítulos de los cuales el autor no conoce a ciencia cierta más que algunos retazos. Sin embargo, estos bastan para dar a las novelas de Modiano una verosimilitud y convicción extraordinarias. La biografía de Modiano abarca la segunda mitad del siglo XX y los comienzos del XXI; su obra también. En el centro están los pavorosos años de la Segunda Guerra Mundial y la ocupación de Francia, y la larga sombra del Holocausto; también, la guerra de Argelia.La hierba de las noches no escapa a esa consabida trayectoria".

La última obra de Modiano publicada esta semana: 'Pour que tu ne te perdes pas dans le quartier' (Para que no te pierdas por el barrio). / MICHAEL PROBST (AP)
Italiano por parte de padre (que era de origen judío) y belga por parte de madre, nacido justo al final de la II Guerra Mundial, Modiano publicó su primera novela, El lugar de la Estrella, en 1968, que tuvo un éxito casi inmediato, y se convirtió en un escritor totalmente reconocido diez años después al recibir el premio Goncourt por La calle de las tiendas oscuras. Si hubiese que elegir un solo libro que resumiese el genio de Modiano, una elección posible esDora Bruder, que el narrador compuso a través de un anuncio de prensa que decía: “Se busca a una joven, Dora Bruder, de 15 años, 1,55 metros, rostro ovalado, ojos gris marrón, abrigo sport gris, pullover burdeos, falda y sombrero azul marino, zapatos sport marrón. Ponerse en contacto con el señor y la señora Bruder, bulevar Ornano, 41, París”. Sus pesquisas, cómo no, le llevaron a la colaboración y a Auschwitz, le llevaron a las siniestras tripas de la Europa del siglo XX.
En una entrevista publicada por Babelia en 2009, Modiano explicó sobre aquella novela: "Luego, con los años, y con el libro ya publicado, me llegó algo más de documentación sobre Dora. Y me planteé la cuestión de si merecía la pena reescribir la novela o no. Decidí que no. No soy historiador. Soy novelista. No importa tanto el resultado de la búsqueda como la búsqueda en sí. Así que la novela se quedó como está".
Sobre su obsesión por ambientar sus novelas en el barrio XVI de París, burgués, aparentemente anodino, dominado a la vez por la sombra de la Torre Eiffel y por las sólidas mansiones, señaló en la misma entrevista: "Por eso, porque no tiene nada de especial. Muchos lo consideran un típico barrio burgués. Pero no es así del todo. Tiene una parte de barrio anónimo, banal, sin monumentos históricos, donde uno puede imaginarse cosas. En otros barrios parisinos te sientes bloqueado por la historia. En Trocadero y sus alrededores uno puede observar las calles y la gente que las habita de una manera un poco onírica".


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