LITERATURA Y MATEMÁTICAS
La analfabeta que era un genio de los números
Ya a los cinco años había encontrado la forma de matar el tiempo mientras cargaba y transportaba los bidones: contarlos.
–Uno, dos , tres, cuatro, cinco…
A medida que crecía, fue añadiendo dificultad a los ejercicios para que siguieran resultando estimulantes:
–Quince bidones por tres viajes, por siete que los llevan, menos uno que está sentado sin moverse porque está borracho perdido… son… trescientos catorce bidones.
Aparte de a su botella de disolvente, mientras vivió, la madre de Nombeko apenas prestaba atención a lo que ocurría alrededor, pero sí reparó en que su hija sabía sumar y restar. Durante su último año de vida, empezó a llamarla cada vez que había que distribuir un envío de pastillas de diferentes colores y distintos efectos entre las chabolas. A fin de cuentas, una botella de disolvente no es más que una botella de disolvente. Pero cuando se trata de repartir pastillas de cincuenta, cien, doscientos cincuenta y quinientos miligramos en función de los deseos y las capacidades económicas, es importante proceder a la división según las cuatro reglas de la aritmética. Y eso sabía hacerlo aquella niña de diez años. Y muy bien.
Por ejemplo: un día se encontró en presencia de su jefe inmediato, que estaba esforzándose por establecer el resumen mensual de la cantidad de bidones cargados y su peso total.
–A ver, noventa y cinco por noventa y dos –masculló el jefe–. ¿Dónde está la calculadora?
–Ocho mil setecientos cuarenta –dijo Nombeko.
–Mejor ayúdame a buscar, pequeña.
–Ocho mil setecientos cuarenta –repitió ella.
–¿Qué dices?
–Noventa y cinco por noventa y dos son ocho mil setecien…
–¿Y cómo lo sabes?
–Bueno, verá, pienso en que noventa y cinco son cien menos cinco, y noventa y dos son cien menos ocho. Si cruzas las cifras y restas la diferencia, es decir, noventa y cinco menos ocho, y noventa y dos menos cinco, siempre da ochenta y siete. Y cinco por ocho son cuarenta. Ochosietecuarenta. Ocho mil setecientos cuarenta.
–¿De dónde has sacado ese método de cálculo? –inquirió su jefe, pasmado.
–No lo sé. ¿Podemos volver al trabajo?
Entonces, la ascendieron a ayudante del jefe.
Pero, con el tiempo, la analfabeta que era un genio de los números empezó a sentir una frustración creciente, porque no entendía lo que los jefes supremos de Johannesburgo escribían en los decretos que acababan sobre la mesa de su jefe.
Autor: Jonas Jonasso
Fuente: Editorial Salamandra, 2014.
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