Acabo de regresar a casa.
Son aproximadamente las ocho de la mañana, y mi boca está tan adormilada y
pegajosa que ir a la cocina para dar un trago de agua se ha convertido en tarea
de primera necesidad. No paro de maldecir a esos hipócritas de la editorial.
Como si no supieran por lo que estoy pasando. Hacía tiempo que no lograba
escribir como lo hacía cuando publiqué mis primeras novelas, desde que mi mujer
y mi hijo desaparecieron sin dejar rastro. Ni una maldita nota acerca de su
paradero, ni una miserable señal de referencia, esa arpía se llevó a mi hijo
sin avisar a nadie. Por supuesto pensé en llamar a la policía pero, en parte,
me sentía culpable. Días antes de que me abandonaran, había estado pegándola
con demasiada violencia, y mi hijo, sospecho que se escondía, no había
aparecido ni siquiera para comer. Siempre los maltraté, especialmente cuando
volvía borracho, como ahora. El alcohol penetraba en mi cabeza e invocaba a los
demonios verdes fruto de la rabia explosiva que me hacía estallar como una ola
cuando choca contra la roca. Desde aquello también consumía todo tipo de
estupefacientes y fármacos sin receta. Simplemente no quería ser quien era,
ahora no quiero ser quien soy. Me tumbo en el sofá del salón y deposito una
serie de cuadritos de LSD en la mesa, no puedo dejar de pensar que cuando estoy
despierto no puedo llorar, ni reír, y tampoco escribir. Es como si no estuviera
vivo. Estoy en ese punto en el que una angustia infernal hará las veces de
verdugo si no consumo con rapidez alguno de aquellos pequeños cabrones.
¡Oh!, que magnífica sensación,
ya estoy empezando a notar cómo me desvinculo de mi personalidad. Las texturas
adquieren un extraño brillo. Media hora después soy capaz de percatarme de
sombras, en las que nunca me había fijado, hay cientos de ellas. Las cosas
grandes se vuelven más pequeñas, y las pequeñas más grandes. Me acuerdo de
cuando mi abuelo me llevaba al circo. Siento su brazo por encima de mi hombro,
y soy capaz de oír su suave y agradable voz, aunque no puedo descifrar lo que
me quiere transmitir, sé que es importante. De repente, un bajón negro, porque
puedo verlo y es negro, se acerca a mí. Estoy aterrado, no sé si es el infinito
o un demonio, pero está tratando de poseerme, y lo va a conseguir. Ya lo ha
conseguido. No soy dueño de mis actos, ni de ninguna de las partes de mi
cuerpo. No puedo llorar, ni reír, pero puedo escribir. Tras unas horas de
pesadilla pierdo la conciencia.
Cuando me levanté serían las
once de la noche, no podía explicarme nada, nunca había estado tan
desorientado. Mi cuerpo había sido torturado por fuertes temblores durante
horas. Entonces vi un papel. Allí estaba esto que os estoy contando con morbosa
delicia. Me doy cuenta y me da miedo. Ahora sé que el que ha desaparecido soy
yo, no sé en qué punto de mi vida, pero llevo años en un paradero desconocido.
José Luís Agudo
Gutiérrez 2º B Bachillerato (1er premio
relato)
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