lunes, 4 de mayo de 2015

ENSAYO FILOSÓFICO 2015


José Ignacio Eguizábal, jefe de Departamento de Filosofía, nos hace llegar los primeros premios del Concurso de Ensayo filosófico, que convoca dicho departamento todos los cursos y  que este año han ganado dos alumnos Alicia Tejedor Vega e Ignacio Ruiz García de 2C de Bachillerato.
 aquí tenéis las excelentes aportaciones de vuestros compañeros. Alicia  ha obtenido el  primer premio e Ignacio el segundo. ¡Enhorabuena!


EL CIVISMO O SÍNDROME DEL CAMELLO DE LA SOCIEDAD ESPAÑOLA.

Alicia Tejedor Vega, 2º C Bachiller 

Hace unos días observé como mi padre había olvidado el periódico sobre la mesa del salón y al recogerlo para dejarlo en el revistero decidí echarle un vistazo, no se bien si por curiosidad o por puro aburrimiento, después de un rápido repaso en busca de la cartelera del cine una triste idea me invadió, da igual el tiempo que transcurra y los acontecimientos que sucedan cada día que siempre es más de lo mismo, todas las noticias relacionadas con la vida social, económica o política de nuestro país, tanto a nivel local, autonómico o nacional desprenden y provocan el mismo sentimiento “ cabreo social generalizado”, motivado por distintas causas que van desde las cifras del desempleo, el aumento de los contratos basura, el incremento de los desahucios, los pelotazos y la especulación urbanística, fraudes bancarios y a la seguridad social, la acechante prima de riesgo, proliferación como las setas de procesos judiciales por fraudes y estafas a nuestros representantes políticos, etc. Todo ello me hizo plantearme las siguientes preguntas:

¿Quién forma esa sociedad sufridora objeto de tanta injusticia social?

¿Cuáles son los motivos o causas por los que nuestra sociedad española soporta esta situación y sentimiento de rebote social generalizado y no se plantea ninguna  rebelión ciudadana contra el orden y sistema  actual establecido?

Estaba claro que no tenía ninguna contestación precisa y convincente para las preguntas que me había planteado y lo que era más importante, no sabía en que lugar o posición del engranaje social o ciudadano me podía situar yo, como persona individual capaz de ofrecer una opinión válida sobre esos problemas. Ante mi total desconocimiento sobre el asunto intenté buscar unos conceptos básicos y claros, o al menos medianamente claros para mí, que me sirviesen como punto de partida para mi futura deducción.

Pensé, en primer lugar, que el objetivo diana de tanta desdicha era el “ciudadano”, pero cuando intente definir claramente que es un ciudadano me dí cuenta  de que acabé divagando entre conceptos abstractos que no me llevaron a ninguna conclusión, ahora más que nunca comprendí y encontré consuelo en la afirmación de Aristóteles, que al igual que yo, tampoco tuvo muy claro el concepto de ciudadano llegando a afirmar:
 “A menudo se discute sobre el ciudadano y en efecto no todos están de acuerdo en quién es ciudadano”.

Al buscar el origen del término me remonté al concepto de ciudad o "polis”, como unidad política más importante de la antigua Grecia, donde «ciudadano» era el hombre que por haber nacido o residir en una ciudad era miembro de esa comunidad organizada que le concede ser titular de los derechos y deberes propios de la ciudadanía, quedando obligado a hacer que se cumplan para poder organizar la vida en común.

El asunto se complicaba, ahora con un nuevo término “ciudadanía”, ¿Quién es la ciudadanía? lo más obvio, el conjunto de ciudadanos miembros de una comunidad organizada pero si completo la definición situando a la ciudadanía dentro de la actividad pública, como actividad opuesta y diferente a la actividad privada de cada individuo  orientada a la satisfacción de nuestras personales necesidades cotidianas, el tema se me complicaba.

Resignada al hecho de que intentar definir de manera única y sencilla los términos ciudadano y ciudadanía me iba a resultar muy difícil, pues a lo largo de la historia distintas condiciones y circunstancias (raza, etnia, religión, sexo, edad, etc.) los habían transformado continuamente, decidí tomar como punto de partida la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789), de la Revolución Francesa, donde se une el concepto de derechos con ciudadanía y se afirma que los derechos del hombre son "naturales, inalienables y sagrados" y que todos los hombres "nacen libres e iguales"; atribuyendo a los ciudadanos ciertos derechos políticos, sociales y jurídicos, así como deberes del mismo tipo vinculados al cumplimiento de ciertas leyes, como el respeto por los derechos de los demás, por el mantenimiento de ciertas pautas de conducta y por el compromiso con la sociedad.

A estas alturas de mi reflexión me quedó claro que la convivencia en comunidad con otros ciudadanos exige una sociedad organizada y ordenada jurídica y políticamente. Así nuestra Constitución Española de 1978 dedica su título I “De los Derechos y Deberes Fundamentales” a recoger un amplio catálogo de derechos y obligaciones personalísimos e inalienables atribuidos a todos los ciudadanos de nuestro país, en virtud del  principio  de igualdad. No obstante, si el ser menor de edad me liberaba de la mayoría de mis deberes ciudadanos no me gustaba comprobar que igualmente ese hecho provocaba la privación de mi derecho a la participación y elección de mis representantes políticos, lo que me colocaba en una clara situación de desventaja e impotencia para participar en la llamada ciudadanía activa.

Si los ciudadanos españoles soportan sobre sus hombros la actual crisis económica acompañada de una pérdida de confianza en sus representantes e instituciones políticas y una progresiva degradación de  los valores éticos y morales que sirven de pautas de conducta para nuestra organización social; ¿Cuál es el motivo de su pasividad y de su fe en nuestro orden o sistema político-social actual?

La respuesta a esta pregunta, según mi opinión, reside en una sola idea o actitud social, el civismo, entendido como la actitud del ciudadano activo que cumple con sus responsabilidades y obligaciones, de una manera equilibrada, para con la comunidad, mostrando preocupación, solidaridad e interés por los demás miembros de la misma. El civismo supone la observación de unas pautas mínimas de comportamiento o conducta social basadas en el respeto hacia el prójimo, el entorno natural y los objetos e instituciones públicas, la buena educación, urbanidad y cortesía que permiten que los seres humanos podamos vivir en colectividad. Sin duda, el civismo era el motivo que yo buscaba desde el principio de mi razonamiento como la pauta esencial del comportamiento actual de la ciudadanía española.

Precisamente es el civismo la cualidad que más me acercaba al concepto de  buen ciudadano que nos trasmitió Sócrates, un ciudadano comprometido moralmente  con su ciudad. Había que acatar las leyes aunque fuesen injustas, puesto que no acatar las leyes significaba la destrucción de la ciudad. El ciudadano ya no se compromete con su ciudad por pertenecer al grupo, o por el miedo a ser castigado, si no porque es algo moralmente adecuado. Por un momento, llegué a la siguiente conclusión:
           
Si acatamos por civismo leyes injustas y nuestros gobernantes políticos han perdido la virtud de la prudencia, que les es propia, según el modelo ideado por Platón en su ciudad perfecta; ¿Hasta cuándo nosotros como ciudadanía (Masa de hombres de bronce) conservaremos nuestra virtud de la moderación?


Desde luego me resulta lejano imaginar, en nuestros días, el ideal platónico de “ciudad en armonía perfecta”, presidida por la justicia, al igual que me parece irónico la diferencia entre el concepto clásico de ciudadano activo, como el que cumple con sus responsabilidades y obligaciones, de una manera equilibrada, con nuestro concepto actual de “activista”, como sinónimo de agitador social, pues rápidamente me viene a la memoria todas las imágenes de la televisión sobre las plataformas antidesahucios, acampadas 15M, barreras humanas ante las palas escavadoras, contendores volcados, autobuses quemados, policías antidisturbios, etc. Está claro que la moderación platónica de nuestra ciudadanía está progresivamente desapareciendo, al igual que la apropiada conducta del buen ciudadano basada en la  buena educación, urbanidad y cortesía propia del civismo, así como la resignación solicitada por  Sócrates para acatar las leyes injustas.


Equilibrar la pesada balanza que cuelga del cuello de nuestra ciudadanía entre un civismo responsable y una profunda decepción en las instituciones públicas y en el orden social y económico establecido en nuestro país supuso que automáticamente mi imaginación dibujase la figura de un camello con sus pesadas alforjas e inmediatamente recordé las tres transformaciones del hombre que Nietzsche define  en su libro “Así habló Zaratustra”, la primera en camello, después en león y finalmente en niño.

Sin duda que el espíritu de todos los españoles durante esta crisis que vivimos actualmente y que a todos nos afecta en un sentido u otro, se ha visto transformado, sufriendo una transmutación de valores que nos lleva a replantearnos la justicia social de ciertas leyes o normas impuestas por nuestro ordenamiento jurídico en aras de una convivencia social democrática y pacífica, pero que a su vez son burladas y manipuladas por una minoría de gobernantes políticos, banqueros etc. Que ya han olvidado que también son ciudadanos y que al igual que todos nosotros deben velar por el bienestar comunitario y no por la satisfacción de sus propios intereses.


Me divierte simular que el largo camino que según Nietzsche deben recorrer, de forma metafórica, los hombres para poder llegar a cambiar su antigua moral por nuevos valores propios sería semejante al que tenemos que recorrer nosotros como ciudadanos para cambiar y transformar nuestras reglas de convivencia y respeto social para que nos sirvan de medicina y revulsivo ante los males que atacan a nuestra sociedad, convirtiéndonos finalmente en superciudadanos (niños).

            Pero de momento, en ese largo camino, que no sé si se podrá llegar a recorrer,  ni cuanto tiempo costará hacerlo, solo nos encontramos ante el primer paso, cuando el espíritu se convierte en camello. El camello simboliza a los que se contentan con obedecer ciegamente, sólo tienen que arrodillarse y recibir la carga, soportar las obligaciones sociales, obedecer sin más a lo valores que se presentan como creencias, para mí, el camello representa al ciudadano corriente de nuestro país, convertido en una bestia de carga que renuncia a todo y es capaz de soportar todo lo que el orden político y económico dominante le quiera echar sobre su espalda, llevando siempre esta carga con civismo, de forma respetuosa y ejemplar ante el resto de la ciudadanía.

No creo sinceramente que la decisión inicial de votar y elegir a nuestros representantes políticos a través de las urnas por parte de los ciudadanos de nuestro país implique que todos tengamos que asumir sin rechistar las acciones injustas de nuestros gobernantes, incluso cuando nuestras instituciones democráticas de control o  los distintos Tribunales de Justicia puedan  fallar a la hora de evitar injusticias;    
                 ¿Hasta donde llega nuestra responsabilidad?

Tal vez ha llegado el momento de que nuestra ciudadanía española de un segundo paso, convirtiéndose de camello a león, pero no puedo ocultar que me asusta en cierto modo esa segunda transformación en busca de libertad, pues me parece muy brusco pasar del civismo absoluto y la sumisión al orden establecido sin cuestionarse nada a una anarquía social que pueda impedir una mínima convivencia social pacífica, pues el león, como espíritu desafiante, no tolera que nadie le toque ni se inclina ante nadie para ser cargado, simbolizando al ser humano liberado de las cargas morales y sociales, rechaza todos los valores tradicionales, su poder se consuma y agota en el esfuerzo por la rebelión, es una lucha contra todo lo que le oprime y agobia, representa el “yo quiero”. Nietzsche, en contraposición al león, personifica en un dragón, que representa todos los valores del camello, la figura del “tu debes“, si sigo mi razonamiento anterior el dragón será el miedo a la anarquía o a la agitación y desorden social que lleva muchas veces a los ciudadanos a mantenerse en una situación de inmovilismo y pasividad que les aporta una falsa seguridad que lo único que provoca es aumentar todos los problemas de la comunidad, solo el león se atreve a desafiar al dragón y a salir victorioso en el combate que les enfrenta.

Me gustaría que el final del camino nos depare convertirnos finalmente en superciudadanos (niños) en similitud con el superhombre de Nietzsche, autosuficientes para poder vivir libre de prejuicios, inocentes y creadores de una nueva tabla de valores, capaces de transformar nuestra vida social o en comunidad en algo digno de ser definido como una verdadera convivencia democrática presidida por los valores           de igualdad, justicia y solidaridad.

            Pero la voz de mi padre reclamando su periódico, “¿Dónde habré dejado el periódico?”, “¿Es que no lo ha visto nadie?” Puso automáticamente fin a mis  cavilaciones filosóficas, al menos por ese día.



EL IMPACTO DEL MOMENTO
El hombre de otro lugar
(Ignacio Ruiz García, B2C)
Vivimos en un mundo cambiante, rápido y globalizado. Estamos expuestos a un gran número de estímulos que nos bombardean y compiten entre sí por acaparar nuestra atención. En estas circunstancias, lo que hace unos días nos indignaba y provocaba nuestro interés, es ahora sustituido por un acontecimiento más actual, y por lo tanto, interesante. Conflictos que hace unos meses acaparaban conversaciones, titulares de periódicos y dominaban las redes sociales se han desvanecido tras eso conocido como “Sensación del momento”. Pero siguen abiertos. Mucha gente sigue muriendo día tras día sin que hagamos nada, ni les dediquemos un simple pensamiento después de la novedad inicial. Mientras tanto, tumbados en el sofá del salón, esperamos, ansiosos por ser los primeros en enterarnos y comentar sobre la próxima Ucrania, Nigeria o Iraq, olvidando que estas no han acabado y que ahí siguen. Así es que, ¿cómo hemos llegado a esta situación?
Antes de todo, es importante el hecho de que vivimos en la Era de la Información. Del mismo modo en el que en sus inicios la Edad Moderna se vio acelerada  por el descubrimiento de nuevas rutas interoceánicas y la imprenta, y la Contemporánea por la aparición de nuevos movimientos políticos y sociales que acabaron con el orden anterior,  la nuestra es una sociedad intercomunicada a escala global, en la que los medios de comunicación e información juegan un papel crucial. A través de la prensa, la radio y televisión, y especialmente internet, podemos hoy obtener información sobre cualquier lugar del mundo casi instantáneamente. Esta facilidad y rapidez en el intercambio de información ha tenido, en el mayor de los casos, un efecto positivo en la humanidad como conjunto, permitiendo la posibilidad de prepararnos antes ante catástrofes como huracanes, comunicarnos con casi cualquier punto del planeta o facilitar enormemente la difusión de la cultura.
Sin embargo, eso no implica siempre buenas consecuencias. Al margen de distintos trastornos que pudieran surgir, el disponer de más información no implica necesariamente disponer de más conocimiento o sabiduría. En la mayor parte de las ocasiones, no poseemos o no hacemos uso de las habilidades necesarias para procesar y analizar esta información. Así, retenemos únicamente aquello que nos impacta más en comparación con los demás sucesos, aunque no seamos capaces de entenderlo. Lo que nos importa es el hecho de conocerlo y poder comentarlo. La información ya es deseada por sí sola. Nos da igual que no sepamos dónde está Tombuctú o lo que fue el Imperio Asirio. Lo que queremos es que la gente crea que estamos enterados de ello durante el tiempo en el que aún está de actualidad.
Así, cada vez más a menudo, los medios de comunicación tratan de atraernos mediante titulares sensacionalistas, aunque muchas veces no se correspondan con el contenido de la noticia. No quiero decir que esto ocurra en todos los casos, pero a mi juicio se trata de una corriente al alza, especialmente a través de redes sociales como Twitter, donde el principal objetivo es alcanzar la máxima difusión y número de visitas. Aunque soy un usuario regular de la misma, he de admitir que muchas veces los usuarios nos limitamos a compartir la publicación, sin detenernos un instante a leerla y considerar si la información que se nos presenta es veraz.
El 14 de abril de 2014, más de 200 niñas alumnas de un internado en Chibok, al norte de Nigeria, fueron secuestradas por el grupo terrorista Boko Haram. Rápidamente las redes sociales se inundaron con la etiqueta “Bring back our Girls”. Internet se inundó durante varios días por la indignación mundial ante esta calamidad, siendo muchas las personalidades y gobiernos que exigieron la liberación de las estudiantes y la actuación contra los atacantes. Casi un año después, las niñas siguen en manos de los secuestradores, casi olvidadas de no ser por el gobierno nigeriano y sus familias. Mientras tanto, el resto del mundo ha desplazado su atención a asuntos más interesantes, como el ambiguo color de un vestido o las peripecias de un grupo de famosos conviviendo en una casa bajo la atenta mirada de la audiencia.
De igual modo, el conflicto en el este de Ucrania lleva ya más de un año abierto, y después de varios meses en la primera línea de los titulares, su cobertura se ha reducido a un par de artículos a pie de página o una mención de pasada en la información sobre alguna cumbre internacional. De este modo, se mantiene abierta una guerra en nuestro propio continente, no demasiado lejos de nosotros, mientras a la mayor parte de la población la mención del conflicto le parece un asunto del pasado, del lejano momento que constituye el año pretérito.
Igualmente, la actualidad  se ha visto salpicada estos últimos días por la noticia de la salvaje destrucción de monumentos artísticos de gran valor cultural por parte de las tropas del Estado Islámico en varios complejos históricos de Oriente Próximo. No cabe duda que la conmoción global que esto ha generado está justificada, pero parece que nuestra sociedad se había olvidado de las atrocidades que llevan siendo cometidas por estos terroristas durante numerosos meses, después de que saltasen a la primera plana las numerosas ejecuciones sucedidas este verano y que han continuado durante todo este tiempo. Nuevamente, estas han pasado bastante desapercibidas por las noticias de nuestro país.
Estos son solo tres ejemplos de graves conflictos que están sucediendo en nuestro planeta, a los que decidimos dar la espalda. En un mundo cada vez más globalizado no nos podemos permitir tratar de permanecer aislados de lo que ocurre en otros lugares y atender únicamente cuando nos interesa. No estoy diciendo con esto que todos nosotros tengamos esta actitud pasiva y superficial ante los acontecimientos, ni que todos los medios de comunicación lleven a cabo estas prácticas. Pero lo que es un hecho es que cada vez son más comunes estas acciones, que pueden  acabar llevando a la desinformación, incluso a la ignorancia, muchas veces voluntariamente provocada por nosotros mismos, que consideramos que un acontecimiento pierde importancia al mismo ritmo que deja de ser novedad.
No podemos permitirnos esta actitud infantil e inmadura ante el mundo que nos rodea, reaccionando únicamente y de forma momentánea ante la novedad, el impacto del momento, observando los acontecimientos como si de un programa de telerrealidad o una película se tratase, cuyo único sentido y propósito es nuestro entretenimiento pasajero. Debemos interpretar la información de forma responsable y comprometida, poniéndonos en el lugar de aquellos que están viviendo ese suceso, más allá de unas cuantas imágenes espectaculares o sórdidas.
Para esto, creo que es necesario un compromiso doble, tanto por parte de los medios como de la sociedad. Por una parte, las fuentes de las noticias deberían informar de una forma veraz y honesta, ateniéndose a la verdad y a lo que ellas, en su opinión, consideren de mayor utilidad para el ciudadano. Este, a su vez, tendría que tratar de informarse lo mejor que pueda, por su propio interés, para comprender el mundo en el que habita, entender la situación que se está viviendo y poder actuar y opinar en consideración. Para ello es necesario que, desde los gobiernos, se apueste por políticas educativas que enseñen a tener una actitud crítica, en constante búsqueda de conocimiento e implicados con los demás.
Otra cosa bien distinta es que esto interese. Parece ser que vende más el último lío del famosete de turno que la situación del Ébola en la República del Congo. Mientras esto permanezca así, y prefiramos entretenernos con las noticias antes que informarnos con ellas, mucho no puede cambiar. En cualquier caso, una reflexión sobre el tema nunca viene mal.




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